La doctora Lurdes Santos, Asesora clínica de la Provincia de Portugal de Hermanas Hospitalarias, nos habla sobre la atención que se está dando a los problemas médicos de las personas con enfermedades mentales.

La cuestión es antigua y ha sido objeto de debates frecuentemente orientados por argumentos ideológicos excesivos y raramente centrados en las necesidades de la persona enferma. Hoy en día sigue sin una respuesta satisfactoria: quién, dónde y cómo deben prestarse los cuidados médicos de las personas con enfermedades mentales de larga duración.

La pandemia que el mundo está intentando resolver ha matado, por el momento, a unas 400.000 personas y casi 7 millones se han contagiado en 213 países. El cuadro clínico desencadena un síndrome respiratorio agudo de complejidad variable y, aunque afecta a todos por igual, hay personas que tienen más riesgos. Las personas con condiciones clínicas previas, como la edad avanzada, padecer patologías médicas o psiquiátricas previas y residir en comunidades o en instituciones residenciales, presentan un riesgo mayor.

Si retrocedemos un poco en el tiempo, todos recordaremos el movimiento para desinstitucionalizar las enfermedades mentales en los años 80 y 90, que tenía como idea central el cierre de las grandes instituciones psiquiátricas y la inserción de la persona con la enfermedad mental en la comunidad. Dentro de este concepto, la persona con una enfermedad mental debe recurrir, preferentemente, a la atención primaria para que los médicos generales la traten de todos sus problemas de salud.

La persona con una enfermedad mental de larga duración no puede ser tratada de sus problemas de salud en el modelo de atención primaria, que está muy orientado al tratamiento de las enfermedades crónicas no complicadas y a la prevención primaria y secundaria, tiene un principio de gestión centrado en los resultados y la evaluación de servicios es exclusivamente cuantitativa. Lo que ha ocurrido a lo largo de estos años es algo que muchos han presenciado y reconocido, pero es un tema que todavía hay que debatir y que necesita una reparación.

La realidad de la pandemia solo ha vuelto a sacar a la luz lo que ya sabíamos:

  • Tratar de diabetes o hipertensión a una persona con una enfermedad mental no es igual que tratar la misma enfermedad en una persona sin enfermedad mental.
  • Esta realidad es especialmente crítica a medida que los pacientes envejecen, pues la pérdida cognitiva se produce con más gravedad, y la autonomía, previamente afectada, es aún más limitada; por eso, el paciente no se encuentra en condiciones de seguir las pautas de autoprotección.
  • Cuando las personas con enfermedades mentales viven en estructuras residenciales, estas no suelen contar a menudo con el equipo suficiente para tratar las enfermedades orgánicas y la inversión en la calidad técnica de los cuidados médicos es escasa en el marco de la Medicina General;
  • Cuando estas personas viven en la comunidad, como consecuencia del historial de la enfermedad y de su propia vida, presentan siempre otras patologías cardiovasculares, cardiorrespiratorias y endocrinas y, al mismo tiempo, tienen menos recursos en todos los ámbitos: familiar, financiero y hasta comunitario. Es decir, ¡están más solas aún!

Esto cuestiona el modelo existente para la mayoría de las unidades residenciales para personas con enfermedades mentales, diseñado conforme a las normativas vigentes, con poca inversión en el equipo técnico, especialmente en el área de la medicina.

Descuidar esto es negar la enfermedad mental, su naturaleza y su daño total con sus condicionantes y sus consecuencias y, sobre todo, dejar de poner en el centro del proceso de toma de decisiones a la persona con enfermedad mental.

Autora: Dra. Lurdes Santos. Licenciada en Medicina en la Facultad de Medicina de la Universidad de Oporto. Especialista en psiquiatría. Asesora clínica de la Provincia de Portugal de Hermanas Hospitalarias.

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