Convertido por vocación en el Papa de los pobres y necesitados, la naturalidad de Francisco llena de anécdotas su primer año como Pontífice.

Francisco ha renunciado desde el primer momento a los lujos tradicionales de los Papas para abrazar la austeridad. Ya la noche de su elección, cuando se asomó al balcón de San Pedro para presentarse a los fieles, lo dejó muy claro: se presentó vestido con el hábito blanco, con su habitual cruz de plata sobre el pecho y sin la muceta de terciopelo rojo. Ha renunciado al coche de lujo y se desplaza en un utilitario.

«Humildad» ha sido la palabra más repetida por los creyentes de todo el mundo para referirse al pontífice, que desde el primer momento declinó vivir en los lujosos apartamentos papales y eligió una sencilla habitación en la residencia Santa Marta del Vaticano, donde se codea con miembros de la Curia, con religiosos que se hospedan en ella y con las numerosas visitas que recibe.

En el contacto más directo, Francisco aprovecha las audiencias generales de los miércoles para acercarse, de manera literal, a los miles de fieles que abarrotan la plaza de San Pedro en el Vaticano. Durante su paseo entre las multitudes con el siempre descubierto papa móvil, el pontífice saluda y ofrece su mano a la gente, especialmente a niños, enfermos y personas con discapacidad.

Algunos medios aseguran que sale por las noches vestido de común sacerdote para estar con los más pobres y hacer escapadas a «la periferia», una palabra clave del hasta hace un año obispo de Buenos Aires.

La espontaneidad de Francisco, que trae de cabeza a los agentes de seguridad, quienes le recriminan que es indisciplinado, fue reconocida por él mismo el día en que recibió en audiencia a las selecciones italiana y argentina, cuando espetó: «¿Pero no os habéis dado cuenta de qué pueblo vengo?».

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