El próximo 2 de febrero se celebra la Jornada para la Vida Consagrada. En esta ocasión, en el marco del Año de la Fe, el lema de la Jornada es «Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo».
Como viene siendo habitual, el presidente de CONFER, el P. Elías Royón, ha hecho público un mensaje destinado a los religiosos y religiosas.
Signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo
La vida consagrada en el Año de la fe
Queridos hermanos, queridas hermanas:
Como recordáis, uno de los objetivos que señaló el Beato Juan Pablo II al instituir en 1997 la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, era invitar a las personas consagradas “a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellas,…y hacer más viva la conciencia de su insustituible misión en la Iglesia y en el mundo”. En este año de la fe, en la festividad de la presentación del Señor en el templo, os invito pues a celebrar con gozo y agradecer con humildad nuestra vocación a ser “signos vivos de la presencia de Cristo resucitado en el mundo”, como reza el lema elegido en esta ocasión.
Es una invitación apremiante del Santo Padre en su carta apostólica Porta Fidei a cada cristiano y por tanto, de modo particular, a cada uno de nosotros, religiosos y religiosas, a ser esos testigos creíbles que la Iglesia y el mundo necesitan hoy para abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios (cf PF 15). Los documentos preparatorios para el pasado Sínodo sobre la Nueva Evangelización, han insistido en la necesidad de que la Iglesia, y en ella obviamente la vida consagrada, sea evangelizada mediante “una conversión y una renovación constante, para evangelizar al mundo con credibilidad” (Lineamenta 37; cf EN 14-15). Y Benedicto XVI recuerda que “es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación” (PF 6).
La celebración en el año de la fe, de esta Jornada, debe ser “una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor único Salvador del mundo” (PF 6); a preguntarnos, en espíritu de discernimiento, sin disimulos ni justificaciones, si nuestras vidas, nuestras comunidades, nuestras instituciones apostólicas, nuestros compromisos misioneros son “signos” inteligibles para nuestro mundo. Si son huellas del amor y la bondad de Dios, si hablan un lenguaje que los jóvenes y los pobres entienden, si remiten a Jesús de Nazaret, que “hablaba con autoridad y no como los letrados” (Mc 1,22). Es decir, si “la vida consagrada, en el día a día en los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y activo”, como nos sugería Benedicto XVI en la celebración de esta Jornada en 2011. Nuestro desafío, pues, es aceptar que somos enviados a este mundo, no al mundo que nos gustaría o que soñamos a veces, sino a éste que Dios ama, y que estamos en él, en sus fronteras, testimoniando que existe en Cristo una esperanza para él.
El Resucitado vivió el mundo de su tiempo; se hizo presente en una gran diversidad de escenarios; acompañó situaciones de desolación y de fe vacilante como en la Magdalena, de encerramiento por miedo al entorno como la comunidad de Jerusalén, de desesperanza por el fracaso en los discípulos de Emaús, de una noche de trabajo sin éxito en el mar de Galilea, de individualismo en la exigencia de señales para creer como Tomás.
Todas ellas son también hoy fronteras en nuestra sociedad; a ellas se nos envía para ser signos de la presencia siempre nueva del Espíritu del Resucitado, y hacer así más visible y más creíble a su Iglesia. Esa es la responsabilidad misionera de la vida religiosa, que se nutre de la amistad y del “estar con El”, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias, “tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual” (PF 15), concretando esa Palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf Lc 4,18-19; PF 13).
Es posible que nos pueda ayudar contemplar al Resucitado que, enviándola en misión, saca del ensimismamiento a aquella comunidad llena de miedo, que se encierra en sus propios problemas, que cierra puertas y ventanas para no enfrentar lo que sucede fuera: “como el Padre me envió, así os envío yo”. (Jn 19,21). Y es que no se puede ser signo de la presencia del Resucitado, sin sentir con gozo el ser enviado, y “volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe”.
Continuamos en tiempo de emergencia, y en medio de ella la vida religiosa debe permanecer siendo signo de la presencia del corazón compasivo de Jesús, “que pasó por el mundo haciendo el bien,” curando a todos de sus enfermedades y dolencias (cf Hech 10,38; Mc 1,32-34). Sin olvidar que la diaconía de la fe forma una única diaconía con la caridad, podremos reconocer en la mirada de aquellos con quienes compartimos nuestro techo y pan, el rostro del Señor Resucitado, y sentiremos arder nuestro corazón: ¡¡es el Señor!!
A lo largo de este año, con la mirada fija en Jesucristo que inició y completa nuestra fe, (Heb 12,2), que nos llamó a servirle en los más pobres, busquemos a Dios para encontrar al hombre, acogiendo así la paradoja del misterio de la Encarnación. Y nos será concedida la consolación de escuchar el silencio de los enmudecidos, de contemplar la luz que brota de la oscuridad del abandono y la soledad, acompañar las búsquedas sinceras de la verdad en medio de las dudas, alumbrar esperanza en corazones al borde del camino. Así la vida religiosa sostenida por la fe, podrá mirar con esperanza el futuro y ser siempre apasionados buscadores y testigos del amor y la misericordia de Dios, “evangelio viviente”.