En el Mes de la Salud Mental, compartimos el testimonio de la Hna. Mary Ann Curitmatmat, de la Delegación de Inglaterra, quien nos invita a reflexionar sobre la hospitalidad como un camino de esperanza y sanación. Desde su experiencia como Hermana Hospitalaria, nos recuerda que cuidar la salud mental es también una forma de vivir el Evangelio, acogiendo, acompañando y devolviendo dignidad a cada persona que sufre.
Como Hermana Hospitalaria, he llegado a comprender que la verdadera hospitalidad no consiste solo en abrir las puertas de nuestros centros, sino en abrir el corazón al misterio y la dignidad de cada persona que sufre. Por nuestro carisma, estamos llamadas a ser testigos de la infinita misericordia de Dios (Const. 3).
“Hospitalidad, un camino de esperanza al servicio de la salud mental” no es solo el tema de este año: en muchos sentidos, es un camino vivido en la fe y el testimonio del servicio, la misericordia, el amor y la entrega de nuestros Fundadores —San Benito Menni, María Josefa Recio y María Angustias Giménez— y de toda la familia hospitalaria en el mundo. También resume, de alguna manera, mi propio camino vocacional hospitalario.
A lo largo de los años he tenido la gracia de encontrarme y acompañar a personas que viven con un profundo sufrimiento mental. La hospitalidad no comienza con las palabras, sino con una mirada misericordiosa, una presencia, un corazón abierto. He intentado —y sigo intentando— vivir la hospitalidad como apertura, escucha, cercanía y acogida, imitando el ejemplo del buen samaritano en la Biblia. Las personas a las que servimos necesitan, ante todo, sentirse valoradas y dignificadas.
Caminar por el camino de la hospitalidad significa abrazar la misión de estar con la persona, de acompañarla. Va más allá del cuidado profesional que se brinda: es compartir el camino de quienes luchan, respetar su dignidad y caminar junto a ellos con paciencia, ternura y compasión. No se trata solo de sanar, sino de crear espacios de confianza donde cada persona pueda sentirse segura para redescubrir su identidad y su valor.
Aunque mis responsabilidades actuales están en el ámbito administrativo, cada decisión que tomo procuro que esté enraizada en nuestro carisma: acoger, sanar y devolver la dignidad a quienes viven con enfermedad mental y necesitan nuestro cuidado.
Con los años, he visto que la salud mental es un viaje profundamente humano y espiritual. He sido testigo de cómo una acogida cálida, un entorno respetuoso y una presencia libre de juicios pueden transformar poco a poco el dolor en esperanza. Cuando la hospitalidad se vive en su sentido más profundo, se convierte en un camino hacia la sanación. Este camino me ha mostrado que la esperanza no es una promesa vacía, sino una semilla que puede echar raíces cuando se alimenta con gestos sencillos: escuchar sin interrumpir, nombrar sin etiquetar, acompañar sin controlar…
La esperanza comienza a crecer cuando las personas descubren que su dolor no las descalifica ni las define, que son dignas de amor incluso en medio de su fragilidad, que no están solas. La conciencia sobre la salud mental es hoy, más que nunca, un imperativo evangélico, un llamado urgente para todos. A veces no podemos curar, pero sí podemos cuidar. Y ese cuidado puede reavivar el deseo de vivir con dignidad.
Para mí, la hospitalidad es un signo de esperanza y un camino de transformación. Cada encuentro con quienes sufren es una invitación a purificar mi propio corazón y a crecer en compasión. Descubro que, mientras ofrecemos esperanza a otros, también nosotros somos sanados. Esta experiencia íntima de sanación nos da la capacidad de sanar a los demás. Las palabras de Jesús —“a mí me lo hicisteis”— confirman que es Él quien espera y recibe nuestra hospitalidad (Const. 16). La hospitalidad que vivimos cada día con los demás —con las hermanas, el personal, los voluntarios y las familias de quienes servimos— no es solo una estrategia: es un acto de fe en el Dios compasivo.
El tema de este año, “Hospitalidad, un camino de esperanza al servicio de la salud mental,” resuena profundamente en mí. En un mundo donde tantas personas viven en silencio, enfrentando la ansiedad, la depresión o la soledad, ofrecer esperanza es quizá el mayor regalo que podemos dar. Y la esperanza no siempre se manifiesta en grandes gestos: se encuentra en una palabra amable, una sonrisa sincera, la certeza de que “perteneces aquí; tu vida importa.”
Creo que hablar abiertamente sobre la salud mental es una forma de compasión. Cuando rompemos el silencio y rechazamos el estigma, creamos espacio para la sanación. He visto transformaciones: personas que llegan con miedo, vergüenza o heridas profundas, y que con el tiempo comienzan a reconstruir su sentido de sí mismas porque son acogidas con cuidado, respeto y presencia. Estos pequeños milagros cotidianos me recuerdan por qué dije “sí” a esta vocación.
Este año también es el Jubileo de la Esperanza, un tiempo de gracia para comenzar de nuevo. Para mí, eso significa ser testigos y portadoras de una esperanza que no defrauda. No una esperanza superficial o idealista, sino aquella que nace del encuentro con el sufrimiento y lo abraza con amor. La hospitalidad, para mí, es un encuentro sagrado donde renace la esperanza. Transmitir esta esperanza significa afirmar que hay un futuro posible, que el dolor no tiene la última palabra. Es un recordatorio de que Dios nunca abandona, que en medio de la fragilidad siempre hay una oportunidad para crecer y sanar.
A quienes estén atravesando dificultades con su salud mental: su vida tiene un profundo sentido y nunca estarán solos. Hay personas, comunidades y corazones dispuestos a caminar con ustedes, a escuchar y a ayudarles a redescubrir la luz en medio de la oscuridad. No apaguen la luz de la esperanza: Dios siempre escucha el clamor de quienes lo invocan.
Como Hermana Hospitalaria, me siento profundamente agradecida de ser parte de este camino de hospitalidad. Cada persona que acogemos es un regalo, y cada historia que se nos confía es una oportunidad para hacer del amor un hogar donde florecer.