Estoy seguro que todos hemos escuchado más de una vez el texto del evangelio de hoy. En tiempos de Jesús, Jerusalén era un centro de mendicidad. Como se consideraba espacialmente grato a dios dar limosna en Jerusalén, esto fomentaba el número de mendigos. Los limosneros se concentraban cerca del Templo, donde muchos de ellos no podían entrar si padecían alguna de las enfermedades que se consideraban impedimento para estar en presencia de Dios: leprosos, tullidos, enfermos mentales.

En el templo de Jerusalén estaba el llamado Tesoro del Templo. Allí, en trece alcancías en forma de trompeta, se recogían las ofrendas obligatorias. En tiempos de Jesús eran dos dracmas o dos denarios, equivalente al jornal de dos días. En las fiestas el Templo se abarrotaba de gente de todo el país que acudían a cumplir con su deber religioso de sostener el culto. Los poderosos judíos del país dejaban allí riquezas de valor incalculable. Eso llevó al templo a ser la institución financiera más importante del país.
A Jesús no le ha impresionado la cantidad que cada rico ha depositado en el cofre de las ofrendas. Esa viuda que a duras penas sobrevive, objeto de la caridad y del recibir, da, no desde lo que le sobra, y sin intención alguna de aparentar, todo lo contrario, va con cierto disimulo para que nadie viera la “cantidad” que depositó. Es un caso aleccionador que Jesús no deja pasar por alto. Jesús quiere reflejar aquí a todas las personas que sin hacer ruido ni dárselas de “salvadores” dedican tiempo desinteresadamente a ayudar a los que lo necesitan, desde su generosidad y solidaridad. Esta viuda del evangelio simboliza aquella porción del Israel empobrecido, que entró en la dinámica de Jesús, que está dispuesto a dar y a darse, a entregarse con lo que tiene en la causa de Jesús.